Aventuras de bajo coste
Con motivo del viaje a Dublín que hicimos Félix y yo en el puente de noviembre (vosotros no lo tenéis, je, je… aunque os desquitáis en diciembre) tuve la oportunidad de probar uno de esos vuelos de bajo coste que, además de ahorrarme un dinerito me ha dado tema para un blog... O para varios, aunque resumiré, para no repetirme.
El vuelo salía de Frankfurt Hahn a las 10:00 de la noche pero, aunque había un autobús que salía a las 7 y llegaba sobre las 9 o algo antes, me recomendaron insistentemente que tomase el anterior. Estos alemanes son muy cuadrados, me dijeron, cierran el embarque 40 minutos antes de que salga el vuelo y si el cierre te pilla haciendo cola te quedas en tierra. Así que, ante la perspectiva de dejar a Félix esperando en el aeropuerto de Dublín cual Penélope, decidí no arriesgar y reservé asiento en el bus de las 5:30.
El autobús, que también es de bajo coste -empresa propiedad de la propia compañía aérea, que se lo ha montado de cine con los luxemburgueses ávidos de tarifas baratas-, nos dejó a las 7:30 bastante a tomar viento de la entrada del aeropuerto. Y, maletas en mano, fuimos en rápida peregrinación hasta allí. Íbamos muy deprisa, yo no sabía por que corría, pero era inevitable. Todos lo hacían, y nos contagiábamos unos a otros. Las ruedas de las maletas hacían un ruido frenético racaracaraca, que te incitaba a correr más y más.
A las 7:45 estaba en la cola de facturación. Había conseguido una digna quinta posición. Estaba con un compañero de trabajo que me corroboró lo de que o corres o te quedas. Aún quedaban 15 minutos para que abrieran los mostradores, así que me alegré de no estar sola.
Tras dejar por fin la maleta tuvimos un rato de calma en el que pudimos tomar una rica cerveza y otra más tras la puerta embarque. Pero, de pronto, por alguna razón que no acierto a comprender, los cientos de pasajeros del avión con destino a Dublín -más gente que en El Corte Inglés-, se pusieron espontáneamente a hacer cola, con gran interés. A mí el rápido y ladino movimiento de mis colegas me pilló desprevenida pero, afortunadamente, delante, así que una vez más el tema me salió bien y pude entrar de los primeros, ya que mi amigo iba acompañado de su hija, y como los niños pasaban primero, me colé, del tirón.
En el viaje de vuelta pude comprobar que el afán de hacer cola es solo una muestra de histeria colectiva. Entonces me negué a estresarme y no entré la primera, ni me puse de pie con excesiva antelación y, a pesar de ello, encontré sitio con gran facilidad. Yo que de por mí soy bastante histérica, me alegre de coincidir con tanta gente que me superaba.
En Frankfurt tuve que esperar al bus de las 23:15, y como mi avión llegaba a las 21:45 me tocó tomarme otra cervecita y encontrarme, afortunadamente, con una amiga, por lo que las dos horitas de viaje se me hicieron mucho más agradables.
Ella vive cerca de la estación, así que se iba andando a casa; yo, en cambio, que de día encuentro que mi casa está muy cerquita de allí, siendo de noche y con la niebla que había decidí que estaba lejísimos y me fui a la parada de taxis. Allí había una pareja de nacionalidad indeterminada, que hablaba inglés, soportando a un abuelete que les intentaba convencer de que el inglés era un idioma feo y estúpido y que lo que había que hacer en esta vida era hablar francés. Ponía gran pasión en la defensa de este idioma como lengua común de la humanidad.
Cuando la pareja encontró un taxi, con gran alivio por su parte, me dejo como herencia al viejín. Por un momento creo que estuvieron a punto de invitarme a compartir el taxi para no dejarme allí, a merced de Napoleón, pero al final se marcharon, para gran satisfacción de mi coleguita. Teóricamente él también esperaba un taxi, pero para mí que lo que el pobre buscaba era sólo conversación, de modo que iba dejando pasar a todos para quedarse charlando con el siguiente. Le encantó que le dijese que era española; él conocía Torremolinos como la palma de su mano, como me dijo, gesticulando mucho para que lo entendiese bien, y me miró con orgullo cuando chapurree mi básico francés (cualquiera sacaba el inglés a relucir…). Me contó que llevaba 40 años en Luxemburgo mientras me daba insistentemente golpecillos en el brazo. Por supuesto, me cedió el siguiente taxi, cuyo conductor era un chaval al que estuve a punto de pedir el carné de identidad antes de irme con él. Casi no me dio tiempo a pensarlo, puesto que me llevó volando a casa, qué digo volando… iba haciendo el caballito por la avenida de la Libertad. Menos mal que la vida nocturna en Luxemburgo a las dos de la mañana es escasa.
Besé el suelo de casa (figuradamente, ya que hacía tiempo que no lo limpiaba), contenta de haber superado tantas pruebas y sin dejar de pensar en el pobre Napoleón, que seguiría dándole la paliza a los de la cola.
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